jueves, 22 de abril de 2010

Un día de fiesta

El-Aîd-el-Kbir, la gran fiesta, es el diez del mes Doulhiya del año árabe. Es un día en el que Dios recibe muchas almas. La última vez coincidió con el veinte siete de noviembre del año dos mil nueve.

Aquel día, me levanté a las siete de la mañana. Me quedé algunos minutos en la cama observando el techo y pensando con aburrimiento en la lista de tareas agotadoras que me esperaba. Había que asistir a la oración colectiva, degollar el cordero y hacer la visita a todos los miembros de la familia, la cual nunca se terminaba antes las once horas.

Todo eso era normal, la única excepción de ese año era la ausencia de mis padres. Se fueron, quince días antes, a Arabia para cumplir la peregrinación. En mis treinta años de vida nunca habíamos celebrado una sola fiesta estando separados. Era bueno para ellos y se sentían felices, pero yo no dejaba de sentir en el aire algo de tristeza.

“Anda Hicham, - me dije- vete a la oración, es la única costumbre de la ocasión que todavía mantiene su sentido”.

A las ocho horas y media salí de la mezquita y subí en mi coche. Lo arranqué, hice marcha atrás rápidamente, las ruedas giraron y oí un sonido. “¿Qué es eso?” – Me pregunté- Fue el maullido de un gato. No di importancia y continué. Esta vez el maullido se convirtió en algo como un grito de terror. Paré el coche rápidamente y bajé para ver.

Había un pequeño gatito aplastado bajo la rueda. Su madre estaba cerca de él. Nunca olvidaré lo que vi en ese momento: la mirada de la gata, sus ojos estaban abiertos, grandes, enormes. Miró su cría, giró su cabeza a la izquierda a la derecha y repitió el gesto muchas veces. Como si estuviera buscando algo perdido, pidiendo la ayuda de alguien o esperando despertarse de esa pesadilla. Me dio la impresión que no creía lo que había pasado. Me miró a los ojos - y pensé muy asustado - que iba a preguntarme “¿qué has hecho?”.

“Lo siento gata” – pensé -

Tres horas después, ya habíamos degollado dos corderos, el de mi suegro y el de mi cuñado, cuando llegó el torno del mío. “¡Voy a emitir otra vez el gesto de Abraham!”.

Existe una regla muy importante en el ritual de la degollación: nunca dejar un cordero ver la sangre de otro para evitar el miedo del que sigue. Yo estaba seguro que el mío ya supo lo que le esperaba. Balaba muy fuerte. Pero cuando lo trajimos al patio y vio que no había escapatoria calló. Se quedó silencioso observando nuestros movimientos.

“Lo siento cordero”. – pensé-

Pasaron dos horas y empecé a arreglarme, tomé una ducha y me puse una ropa nueva como era costumbre en cada fiesta. Antes de almorzar, quise ver a mis hermanos Muna y Saâd. Llegué a casa de la primera, llamé a la puerta pero no me abrió ella sino su cuñada. Parecía profundamente triste. Sus ojos rojos denotaban que acababa de llorar.

- ¿Qué tal Fatima-Zohra? Feliz fiesta. ¿Muna está aquí? – dije con una sonrisa ligera.

- No, está en la casa de su suegro. Vámonos juntos, yo también quiero ir. – me dijo de inmediato-

Anduvimos algunos pasos en silencio. Me preocupó su estado: caminaba lentamente con la cabeza baja, pensé que probablemente uno de los niños se hirió con el material peligroso utilizado en la degollación. No pude esperar más:

- ¿Ha pasado algo malo? - Pregunté.

En ese momento, ella no pudo contenerse. Sus ojos se llenaron de lágrimas, me tomó mi brazo izquierdo, puso la cabeza sobre mi hombro y dijo con voz casi inaudible: “Tu madre ha llamado para anunciarnos que tu padre ha tenido un ataque de corazón, ha muerto en la montaña de Arafa”.

Una corriente de frío atravesó mi cuerpo. Quité mi brazo de sus manos, me alejé de ella y me paré. Los sonidos de la calle callaron repentinamente.

Como el cordero me quedé silencioso y como la gata me sentí perdido buscando dentro de mi cualquier cosa para convencerme que eso no era real, que era una pesadilla más.

Pegué mi mano en la pared para reencontrar mi equilibrio. Recuperé la audición y oí la voz de la mujer: “lo siento Hicham”.